domingo, 31 de octubre de 2010

¿Acaso me he ido?

LA NOCHE DE LOS GATOS



Fiel a la cita, Lucrecia entró en las sombras hablando de gatos. Ella misma parecía una hermosa gata de Angora bajo el rumoroso armiño que le llegaba a los pies y disimulaba sus movimientos. ¿Estaba desnuda dentro de su envoltura plateada?
Un olor a almizcle bañaba la atmósfera y la música barroca, de bruscos diapasones, venía del mismo rincón del que salió la dominante, seca voz:
­Desnúdate.
­Eso sí que no, protestó doña Lucrecia.- ¿Yo ahí , con esos gatos?. Ni muerta, los odio.
­¿Quería que hicieras el amor con él en medio de los gatitos?.
­Imagínate, murmuró ella, parándose un segundo y retomando su paseo circular- Quería verme desnuda en medio de esos gatos. ¡Con el asco que les tengo!
­¿Ya estabas desnuda?. Escuchándose, don Rigoberto comprendió que la ansiedad se apoderaba de su cuerpo muy deprisa.
­Todavía. Me desnudó él, como siempre. Para qué preguntas, sabes que es lo que más le gusta.
­¿Y a ti también?, la interrumpió dulzón.
Doña Lucrecia se rió con una risita forzada.
­Siempre es cómodo tener un valet, susurró inventándose un risueño recato- Aunque esta vez era distinto.
­¿Por los gatitos?
­Por quién sino. Me tenían nerviosísima. Me hacía la pila de los nervios, Rigoberto.
Sin embargo, había obedecido la orden del amante oculto en el rincón. De pie a su lado, dócil, curiosa y anhelante, esperaba sin olvidar un segundo el manojo de felinos que, anidados, disforzados, revolviéndose y lamiéndose se exhibían en el obsceno círculo amarillo que los aprisionaba en el centro de la colcha llameante. Cuando sintió las dos manos en sus tobillos bajando hasta sus pies y descalzándolos, sus pechos se tensaron como dos arcos. Los pezones se le endurecieron. Meticuloso, el hombre le quitaba ahora las medias, besando sin premura, con minucia, cada pedacito de piel descubierta.
Su cuerpo había comenzado a distraerla de los chillones de la cama, a vibrar, a concentrarla, a medida que el hombre la liberaba de las últimas prendas y, postrado a sus pies, seguía acariciándola. Ella lo dejaba hacer, tratando de abandonarse en el placer que provocaba. Sus labios y manos dejaban llamas por donde pasaban. Los gatitos estaban siempre allí....
­Untarte el cuerpo con miel de abejas del monte Imeto?- repitió Don Rigoberto deletreando cada palabra.
­Para que los gatitos me lamieran, date cuenta, con el asco que me dan esas cosas....
­Era un gran sacrificio, lo hacías sólo porque...
­Porque te amo--le cortó ella la palabra. Me amas también ¿no es cierto?
"Con toda el alma", pensó Don Rigoberto. Tenía los ojos cerrados, había alcanzado por fin el estado de lucidez plena que buscaba. Podía orientarse sin dificultad en ese laberinto de densas sombras,. Muy claramente con una pizca de envidia percibía la destreza del hombre, que sin apurarse ni perder el control de sus dedos, desembarazaba a Lucrecia del fustán, del sostén, del calzoncito, mientras sus labios besaban con delicadeza su carne satinada, sintiendo la granulación -¿por el frío, la incertidumbre, la aprensión, el asco o el deseo?- que la enervaba y las cálidas vaharadas que, al conjuro de las caricias, comparecían en esas formas presentidas,. Cuando sintió en la lengua, los dientes y el paladar del amante la crespa mata de vellos y el aroma picante de sus jugos le trepó al cerebro, empezó a temblar ¿había empezado a untarla? Si. ¿con una pequeña brocha de pintor? no. ¿Con un paño?. No. ¿Con sus propias manos?. Si...
­¿Estabas ya excitada, jadeó Don Rigoberto. ¿Estaba él desnudo? ¿Se echaba también miel por el cuerpo?
­También, también, también- salmodió Doña Lucrecia- Me untó, se untó, hizo que yo le untara la espalda, donde su mano no llegaba, muy excitantes esos jueguecillos, ni él es de palo ni a ti te gustaría que yo lo fuese ¿no?
­Claro que no, confirmó Don Rigoberto. Amor mío.
­Nos besamos, nos tocamos, nos acariciamos, por supuesto- precisó su esposa. Había reanudado la caminata circular y los oídos de Don Rigoberto percibían el chas chas del armiño a cada paso.
­Abre las piernas, amor mío. Pidió el hombre sin cara.
­Abrelas, ábrelas- suplicó Don Rigoberto.
­Son muy chiquitos, no muerden, no te harán nada, insistió el hombre.
­¿Ya gozabas?, preguntó Don Rigoberto.
­No, No, repuso Doña Lucrecia, que había reanudado el hipnotizante paseo. El rumor del armiño resucitó sus sospechas ¿Estaría desnuda bajo el abrigo? Si, lo estaba.
­Me volvían loca las cosquillas.
Pero había terminado por consentir y dos o tres felinos se precipitaron ansiosamente a lamer el dorso oculto de sus muslos, las gotitas de miel que destallaban en los sedosos, negros vellos del Monte de Venus. El coro de los lamidos pareció a Don Rigoberto música celestial. Retornaba Pergolesi, ahora sin fuerza, con dulzura, gimiendo despacito. El sólido cuerpo desuntado estaba quieto, en profundo reposo, pero Doña Lucrecia no dormía, pues a los oídos de Don Rigoberto llegaba el discreto remoloneo que, sin que ella lo advirtiera, escapaba de sus profundidades.
­¿Se te había pasado el asco?, inquirió.
­Claro que no, repuso ella,. Y luego de una pausa, con humor. Pero ya no me importaba tanto.
Se rió y esta vez con la risa abierta que reservaba para él en las noches de intimidad compartida, de fantasía sin bozal, que los hacía dichosos. Don Rigoberto la deseó con todas las bocas de su cuerpo.
­Quítate el abrigo, imploró. Ven, ven a mis brazos, reina, diosa mía.
Pero lo distrajo el espectáculo que en ese preciso instante se había duplicado. El hombre invisible ya no lo era. En silencio, su largo cuerpo aceitoso se infiltró en la imagen. Estaba ahora allí él también. Tumbándose en la colcha rojiza se anudaba a Doña Lucrecia. La chillería de los gatitos aplastados entre los amantes, pugnando por escapar, desorbitados, fauces abiertas, lenguas colgantes, hirió los tímpanos de Don Rigoberto. Aunque se tapó las orejas siguió oyéndola. Y, pese a cerrar los ojos, vio al hombre encaramado sobre Doña Lucrecia o parecía hundirse en esas robustas caderas blancas que lo recibían con regocijo. El la besaba con la avidez que los gatitos la habían lamido y se movía sobre ella, con ella aprisionado por sus brazos. Las manos de Doña Lucrecia oprimían su espalda y sus piernas, alzadas caían sobre las de él y los altivos pies se posaban sobre sus pantorrillas, el lugar que a Don Rigoberto enardecía. Suspiró conteniendo a duras penas la necesidad de llorar que se abatía sobre él. Alcanzó a ver que Doña Lucrecia se deslizaba hacia la puerta.
­¿Volverás mañana? Preguntó ansioso.
­Y pasado y traspasado, respondió la muda silueta que se perdía- ¿Acaso me he ido?



Mario Vargas Llosa - Los Cuadernos de Don Rigoberto


Gracias Mario...